El domingo, 1 de mayo de 2016, tuvo lugar en La Postiza un evento muy especial por sincero y entrañable.

Nuestro espacio se conviritió en el lugar de encuentro para rendir homenaje a Rosa Hernández Navarro a través de la presentación de un libro que recoge sus reflexiones más profundas a lo largo de tres años: De Profundis Rosae.

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Se fue prematura y precipitadamente. Sus amigos y familiares quisieron que fuese aquí, el lugar al que dedicó Una “Postiza” con sabor a menta donde recordar su mirada profunda y su palabra sincera y directa. No tuvimos el placer de conocerla pero estamos contentos de haber allanado el camino para hacer posible este encuentro.

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Una “Postiza” con sabor a menta
Rosa Hernández Navarro

Sería la hora, esa en la que la luz desdibuja contornos, o mi ánimo, tan crepuscular como el momento. Volvía a tener ocho años y a ver venir a mi tío Enrique subido en su bici llena de óxido por el carril del Melero, la gavilla de hierba, apenas sujeta por una fina cuerda, haciendo equilibrios en el trasportín y en el manillar una capacica con cualquier manjar delicado de temporada: unos higos protegidos entre hojas de higuera, los primeros albaricoques mayeros, o membrillos para el dulce.

Si lo veíamos de lejos nos tirábamos al primer bancal que teníamos al paso, estuviera recién regado o no y nos camuflábamos entre la tierra y el vinagrillo. Si nos sorprendía sin haberlo visto venir no había escapatoria. Y es que teníamos prohibido cruzar la carretera, con aquella curva tan cerrada que había en la que todos los días pasaba algo, y, por supuesto, llegar tan lejos de casa.

Íbamos hasta allí para coger gusarapos en la fuente de San José y mojarnos los pies. La pileta de la fuente tenía entonces, para nosotras, tamaño olímpico, pero sobre todo nos atraía el olor a menta (ya no hay menta en los bancales, la deben traer de China, como los ajos). En la tarde empezaba a subir hasta nuestro pueblo el olor de la menta y veíamos pasar los primeros camiones esparciendo su aroma. No podíamos resistir la tentación de bajar a verlo y volvernos con la fragancia pegada a la ropa y a la piel.

Observábamos a los hombres sin camiseta rastrillar aquella enorme masa de hierba humeante, desde lejos, por una esquina del secadero. Agazapadas porque si nos veían nos echaban, aquello quemaba y despedía un calor agobiante.

Soñaba con ponerme en medio de aquel gigantesco horno, dejar que me bañaran los vapores y que el olor a menta me durara pegado al cuerpo todo el verano.

Anoche estaba allí, justo en mitad de la explanada, todo caras nuevas y no olía a “profident”. Nadie me dijo que me alejara y es

que, casi seguro, ninguno de los que por allí andaban sabían que aquello hace, uf, unos mil años, había sido un secadero. Aquel suelo que pisábamos era en las noches de verano el infierno.

Me encanta la idea de que aquel lugar que para mí de niña fue mágico, cueva de dragones con aliento de elixir mentolado, ahora sea una residencia de artistas. Toda la imaginación, el genio creativo que despertaba el lugar en nosotros, en los niños, y todo el sudor y el trabajo de los adultos quedó vibrando en aquella tierra y ahora es La Postiza.